Es fascinante pensar que hay una lengua que todos hablamos y entendemos, una lengua que no se perdió en la gran confusión de Babel. En las últimas décadas se han multiplicado los estudios sobre el tema, intentando descifrar cómo nos comunicamos en las relaciones cara a cara, cómo cambia el impacto del mensaje según el tono de voz y los matices empleados, según los gestos y las posturas, según el lenguaje corporal.
Hace poco, la Sociedad Vasca de Cuidados Paliativos —que, por cierto, en unos meses cumplirá veinte años de impagable actividad mejorando la calidad de vida de los enfermos y sus familias— me invitó a reflexionar sobre este tema en relación a la atención al paciente al final de su vida. Es evidente que las mismas palabras —por ejemplo, las de un profesional sanitario con un enfermo— no comunican lo mismo si el que las emite las dice mirando a los ojos al interlocutor o no, si las dice con un tono neutro y profesional o con otro sentido y preocupado, si está de pie y a una distancia considerable o las dice sentado al lado del paciente, si acompaña su interlocución con una pequeña sonrisa o con gesto adusto, si se transmiten en un pasillo o en la tranquilidad de la habitación… Todos esos factores matizan, refuerzan o contradicen lo que dicen las palabras, les dan o quitan valor, sentido, credibilidad.
Gregorio Marañón enseñó a los médicos que sentarse cinco minutos al lado del paciente equivale a una hora de pie. Y ponerles una mano en el hombro o acariciarles la mejilla no digamos ya lo que puede suponer. Es curioso lo que nos ocurre con el contacto físico. A los niños todo el mundo los toca, los acaricia, los achucha; no sólo sus padres o familiares, también los desconocidos si tienen ocasión. En comparación, los adultos nos tocamos muy poco. Vivimos y caminamos sin tocarnos, evitando el roce, como los coches entre sí; de lo contrario, nos disculpamos en seguida. Cuando enfermamos o envejecemos, sin embargo, ansiamos el contacto físico, cálido y afectuoso, para no sentirnos tan solos, tan desprotegidos. Sin duda, no tocar ni ser tocado, o ser tocado únicamente como objeto, bulto o molestia, debe de transmitir la mayor soledad imaginable.
En el ámbito sanitario hay un constante tocar, sí, un tocar técnico e higiénico, pero si ese tocar no va acompañado también de algún tocar afectivo, difícilmente podremos hablar de una buena práctica médica: es ocuparse sólo del cuerpo, no del alma, psique o como queramos llamarlo. Un gesto cariñoso calma la ansiedad del enfermo; le dice: mira, sé que lo estás pasando mal, pero a mí y a todos nosotros nos importas, estamos aquí para aliviarte, escucharte, acompañarte, confía en nosotros. La Sociedad Vasca de Cuidados Paliativos lleva todos estos años practicando ese cuidado atento, formando en las artes de la delicadeza, del acompañamiento. Vaya desde aquí nuestro reconocimiento.
Fuente original: El País.
Nota: Como podéis ver, este artículo no es mío. Os facilito el link donde podréis ver éste y otros artículos similares de interés.
Un fuerte abrazo.
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